Rayos... hace tiempo que no escribo aquí y menos, que entrego las segundas partes que prometo. Han mediado en ese proceso la necesidad de disfrutar lo que me quedaba de vacaciones, las interminables noches de cacho en casa de Coca, cierto grado de confesable flojera y el restringido uso del P.C que se me permite en Ovalle. Pero he vuelto, a fin de cuentas.
¿Y en qué estábamos? Ah, sí, Los Infiltrados... Poco puede decirse después de que Scorsese recibiera esos Oscares que se le anduvieron escapando al menos veinte años. Lo único que tal vez -y muy modestamente- se pueda agregar es que ahora sí que le achuntó. Así de simple.
Y lo digo como simple mortal, gozadora de espectáculos de matiné, y no como lo hacen ciertos personajillos que se sienten dioses porque les reparten estrellas a las películas cual maná al pueblo de Israel y nos obligan a coincidir con ellos en sus exquisitos y retorcidos gustos, so pena de pasar por incultos.
Y bien, puede que Los Infiltrados no sea la mejor película de Scorsese. Es más, está muy lejos de serlo, dicen ellos. Sin embargo, puedo decir a favor de ese viejo zorro que pocos pueden contar, a comienzos del siglo XXI, una historia de gángsters en clave clásica, al más puro estilo de un film del Rat Pack.
Pero, al mismo tiempo, Scorsese no se deja estar y se da el lujo de hablarnos en un lenguaje más que postmoderno, el cual incluye, por ejemplo, cerros de coca y cuentos sobre microprocesadores traficados a unos asiáticos histéricos.
Buenísimas actuaciones (es uno se los elencos más potentes que se han visto en años y no se queda sólo en lo nombres), una peculiar historia de amor -también en clave siglo XXI- y exactitud de relojería en términos de ritmo son la guinda de esta torta. Que al fin tiene un muñeco que ponerle encima.
¿Ironías de la vida? Entré al Cine Cervantes de Ovalle con el DVD de El Código da Vinci en la mano. Y me invadió un bochorno raro, sobre todo cuando don Mario, el operador, me saludó desde las alturas a través de su minúscula ventana.
jueves, 15 de marzo de 2007
miércoles, 14 de febrero de 2007
Clase de Cine
Fue una maratón de películas largas (gracias Lau por acompañarme). En la tarde y con calor, fue el turno de El Código Da Vinci, la última "epopeya" del a estas alturas hinchapelotas Ron Howard (El Grinch, A Beautiful Mind). ¿Expectativas? La verdad, ninguna, sólo el hecho de que me aburrí de decir "no, no la he visto". Y así, como en el supermercado, la sacamos de la estantería del videoclub y pagamos 1000 pesos. Copia digital y DVD Philips, como corresponde. Fácil y bonito.
Fácil y bonito. Igual que la película. Aunque un pelito menos que el libro. Porque, no vamos a decir que el best seller de Dan Brown es una clase magistral de literatura pero al menos estaremos de acuerdo en que tiene todo lo que a su homólogo cinéfilo le falta: sentido del ritmo, emociones fuertes y personajes bien delineados.
El padre de El Grinch genera además abundantes estereotipos a estas alturas ya gastados e ingenuos: los franceses, sentimentales, poco racionales y arrebatados ; los ingleses, traidores y siúticos y los norteamericanos, una vez más, como los encargados de salvar al mundo de la ignorancia.
¿Qué más? A ver, Tom Hanks haciendo por enésima vez de Tom Hanks... y la pobre Audrey Tatou que sufre en manos del reduccionista Howard, pues su personaje -Sophie Neveu- pasa de ser una heroína de armas tomar a la francesita menuda cuyo rol en la película se reduce a hacer las preguntas a los sabios Mr. Teabing y Robert Langdon y pecar de ingenua más de la cuenta con frases como -"Pero ¿qué es el Opus Dei?"-.
A fin de cuentas, quizá lo más rescatable sea la soberbia actuación de Sir Ian McKellen y las bonitas postales de Francia.
21:30 hrs: Los Infiltrados, en mi añejo Cine Cervantes. Quedará para otro día.
Fácil y bonito. Igual que la película. Aunque un pelito menos que el libro. Porque, no vamos a decir que el best seller de Dan Brown es una clase magistral de literatura pero al menos estaremos de acuerdo en que tiene todo lo que a su homólogo cinéfilo le falta: sentido del ritmo, emociones fuertes y personajes bien delineados.
El padre de El Grinch genera además abundantes estereotipos a estas alturas ya gastados e ingenuos: los franceses, sentimentales, poco racionales y arrebatados ; los ingleses, traidores y siúticos y los norteamericanos, una vez más, como los encargados de salvar al mundo de la ignorancia.
¿Qué más? A ver, Tom Hanks haciendo por enésima vez de Tom Hanks... y la pobre Audrey Tatou que sufre en manos del reduccionista Howard, pues su personaje -Sophie Neveu- pasa de ser una heroína de armas tomar a la francesita menuda cuyo rol en la película se reduce a hacer las preguntas a los sabios Mr. Teabing y Robert Langdon y pecar de ingenua más de la cuenta con frases como -"Pero ¿qué es el Opus Dei?"-.
A fin de cuentas, quizá lo más rescatable sea la soberbia actuación de Sir Ian McKellen y las bonitas postales de Francia.
21:30 hrs: Los Infiltrados, en mi añejo Cine Cervantes. Quedará para otro día.
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